Si bien existe el debate sobre la prelación jerárquica
normativa que en un sistema jurídico
nacional corresponde a la Constitución
y a los tratados internacionales, lo
cierto es que en la actualidad hay coincidencia en sostener que, los preceptos
contenidos en instrumentos
internacionales respecto de materias
como los derechos humanos (incluídos los derechos
político-electorales identificados como de
“segunda generación”), deben ser integrados al ordenamiento
jurídico de toda
Nación que se precie de ser un Estado constitucional y democrático de derecho.
Es a través de instrumentos internacionales como se han difundido y consolidado
los derechos político-electorales,
vinculando en su cumplimiento, cada vez más, a un mayor número de Estados.
Así se pueden citar, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, la Declaración Americana de los Derechos
y Deberes del Hombre, el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (más conocida como Pacto de San José) y la Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer.
Se consideran como fuentes importantes del derecho
electoral los instrumentos provenientes del
ámbito internacional, pues hoy, en materia electoral, no se puede subestimar el alto número de convenciones internacionales,
resoluciones, cartas, declaraciones e
informes que se ocupan de los derechos humanos y, entre ellos, de los políticos, estableciéndose contenidos relativos al sufragio como elemento
insustituible para la designación de los gobernantes en el marco de un sistema democrático de gobierno, junto con otras aportaciones,
como las reglas emitidas en materia de observación internacional de elecciones.
Con independencia
de que los instrumentos
internacionales (tratados, acuerdos, pactos, declaraciones, etc.) son regidos por las reglas especializadas del
Derecho Internacional, dichos instrumentos (concretamente los tratados) deben
ser reconocidos en la Constitución de cada
Estado, en cuanto a su definición como fuentes del derecho
nacional, su jerarquía normativa, obligatoriedad y órganos competentes para celebrarlos. A
su vez, podrá ser a través de leyes ordinarias, reglamentarias u orgánicas (en
este último caso, en relación con el ejercicio de las atribuciones de los órganos del Estado
encargados de la celebración de estos instrumentos jurídicos), donde se desarrollen
con mayor detalle diversos aspectos de índole
sustantivo o procedimental.
Según las reglas establecidas en la Convención sobre el Derecho de
los Tratados (Viena, 1969), son tres
los principios rectores en esta materia: a) Todo tratado
en vigor obliga a las partes y debe
ser cumplido por ellas de buena fe; b) Un tratado no crea obligaciones ni derechos para un tercer Estado sin su consentimiento, y c) El
consentimiento es la base de las
obligaciones convencionales.
Sin desconocer la soberanía de las naciones, el prestigio y la fuerza
jurídica de los tratados internacionales gozan de tal reconocimiento en el mundo (específicamente, en el área de los derechos
político-electorales, su garantía y debida protección), que difícilmente podría aceptarse algún precepto normativo
nacional, incluso de orden constitucional, que los contraviniera.
Así, en la medida en que los Estados reconocen e incorporan tales
instrumentos internacionales a su derecho
interno, se hacen acreedores, o no, al
calificativo de verdaderos
Estados constitucionales democráticos de derecho.